A su mes y medio de vida a Alejandro le cuesta abrir los ojos por la mañana, estira los brazos, patalea un poco, mueve la cabeza de un lado a otro y bosteza con su boquita diminuta antes de que sus ojazos azules se abran. A veces abre primero uno y luego seguido el otro y entonces cuando lo ha logrado fija su mirada en su padre o en mí y nos dedica la sonrisa más dulce del mundo, una de esas que te llega al corazón e incluso traspasa el alma. Así  nos da los buenos días todas las mañanas. Supongo que es su manera de decirnos que está feliz de vernos, que se alegra de que estemos allí con él y de compartir juntos esos primeros momentos del día.

Mi hijo me ha enseñado una valiosa lección. Quiero despertarme cada día como él, despacito, poco a poco desperezarme sin prisa, acostumbrarme al movimiento y a la luz del sol y entonces abrir los ojos y sonreír como si me fuera la vida en ello, sonreír por las cosas buenas y bellas que hay en mi vida, por las personas maravillosas que tengo a mi lado ayudándome en estos días de pañales y chupetes, por los rayos de sol en mi cara, por ese café humeante con tostadas que me espera, por esa ducha calentita, por la rosa mosqueta y por esos pequeños milagros que se suceden cada día. 

Siempre hay un motivo para sonreír. Vivamos la vida con esos ojos de asombro, como si fuera la primera vez que vemos el mundo o como si fuera la última. Gracias mi pequeño gran maestro por tu sabiduría.